El 1 de agosto de 1969, en un ambiente oscurecido por la Noche de los Bastones Largos, en el pabellón I de la Ciudad Universitaria, Carla Notari recibió el diploma de Física. Tras la intervención impulsada por la dictadura de Juan Carlos Onganía, muchos de los profesores con los que había empezado a cursar habían renunciado. Frente al estrado, a Notari le dieron tres opciones para jurar por su profesión: “por Dios”, “por Dios y la Patria”, o “por la Patria”.
Con apenas 23 años, tuvo un gesto de severidad y desprecio por ese contexto de hipocresía institucional. Había ido junto a Hugo Perl, otro egresado, su novio de entonces, su marido ahora. Cuando recibió el diploma no lo dudó, se prometió servir al país y traducir sus conocimientos en un bien social, muy lejos de lo que se estaba viviendo ese día.
Juró por la patria.
El 24 de junio de 1974, Notari se convenció de que trabajar en la tecnología de las centrales nucleares era una buena forma de contribuir a la Patria. Ese día en Zárate, Atucha I, la primera central nuclear de América Latina, empezó a abastecer de energía al sistema eléctrico nacional. Ella, con menos de 30 años, llevaba cuatro años como investigadora del área de reactores de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA). Era una investigadora joven. Ya estaba casada y había tenido a uno de sus tres hijos. Pero empezaba a pensar en grande, a tener una lectura global del tema. Decía que el uranio, la materia prima y combustible de los reactores, estaba muy distribuido en la corteza del planeta tierra, algo que no pasaba con el petróleo. Lo entendía como un recurso más democrático. También sabía que una central podía instalarse en cualquier parte, en zonas sin vientos o grandes cursos de agua, como se impone en las centrales eólicas o hidroeléctricas.
No quería hacer ciencia básica, como acostumbraban hacer los físicos de esa época. Quería trabajar en la aplicación tecnológica de lo que teorizaba la mayoría de sus colegas. Decía, como lo dice hoy, que lo más difícil de desarrollar y de sostener en el tiempo son las ciencias aplicadas. Porque es ahí donde se compite realmente con países que son vendedores de tecnología.
Hermética con su vida personal y extremadamente humilde con sus logros de investigación, dice que su familia son su marido y sus hijos de 42, 37 y 35 años. Martín, Mariano e Irina, que la convirtió en abuela. Ninguno de ellos es físico. A la hora de responder es enigmática: concisa, breve, puntual. En cada foto en la que aparece cuando se la googlea, sin importar que entre una y otra hayan pasado cinco o diez años, tiene el pelo ni muy corto ni muy largo; hasta el cuello y prolijamente peinado. Resalta sus labios apenas, con un rosa seco y pastel. Usa aros dorados pero discretos y que hacen juego con un único anillo del mismo tono. Mira a los ojos ante cada pregunta y asiente con un pestañeo. No duda al contestar. No usa la vacilación como un recurso de jactancia reflexiva. Contesta rápido, sin adornar las respuestas y manteniendo la misma posición corporal.
—¿En la Primaria era buena alumna?
—Sí.
—¿En la secundaria?
—También.
—¿Era de sacarse 10?
— Sí.
—¿Fue abanderada?
— Sí.
—¿En qué año?
— Del primero al último.
—¿Qué notas tenía?
— Tenía notas horriblemente altas. Un 10 de promedio.
— Y en Exactas, ¿cómo le fue en el primer examen?
— Un 98 sobre 100.
—¿Y con qué promedio terminó Física?
— Casi 9.
—¿Disfrutaba esas notas?
— Sí, pero no era algo que yo buscaba especialmente. Supongo que uno entra en esa variante de ser muy estudioso y tener resultados, de que los compañeros te reconozcan. Supongo que te masajea bastante el ego. Así que debía gustarme bastante.